Por: Hugo Ortiz Puebla[1].

 

Sobre lo que viene después y lo que vino antes:

El término “Posdemocracia” no es tan nuevo como parecería, tiene al menos veinte años de vigencia, y desde que emergió en el mundo de la Ciencia Política ha generado una gran cantidad de debates, sobre todo cuando la fotografía mental que nosotros, los ciudadanos, tenemos sobre la democracia, es aquella en la que la representación y la elección, así como la defensa de las libertades individuales garantizadas por el Estado de Derecho, son la máxima expresión de la misma, y se nos dificulta vislumbrar la otra cara del relato “democrático”.

En este sentido, la idea de que la democracia liberal constituye la forma más adecuada de gobierno, puede resultar engañosa, pues a pesar de que, sin duda alguna, iniciado el siglo XXI, la mayor parte de países del globo celebraron elecciones democráticas y libres en comparación con los siglos anteriores, existió también una cierta propensión de que estas democracias estén dirigidas por élites, en muchos de los casos lejanas a las necesidades y propósitos populares.

Es aquí cuando el término Posdemocracia, acuñado por vez primera por Colin Crouch, adquiere sentido, pues si bien nos acostumbramos a un esquema democrático impuesto por Estados Unidos, como la cuna de la democracia liberal, también pasamos por alto sus fallos más notorios, tales como: el remplazo de la participación en masa, organizada y participativa, por la participación electoral (únicamente en tiempos de elección), una libertad excesiva para actividades de cabildeo, grupos de presión o lobbying, y formas de hacer política que evitan interferir con la economía de mercado.

En este sentido, se podría decir que la democracia tal y como la conocemos, al menos a partir de los 80s y 90s, con el advenimiento de la desregulación de los mercados financieros, el acelerado énfasis en el dinamismo del consumo en masa, y de la preminencia de las acciones en la bolsa de valores, posicionó a la democracia liberal, gracias al auge de la economía estadounidense, como única e incuestionable, ocasionando un retroceso del control y administración del Estado por sobre los grandes capitales.

Este retroceso de las capacidades estatales, el aumento de las desigualdades, el menosprecio del servicio público, en comparación con la idea de “eficiencia” de las grandes firmas globales, la subyugación de la clase política y de los partidos políticos ante las corporaciones que subvencionan sus campañas políticas, y manipulan lo político mediante equipos de expertos y lobistas, y la incidencia de las grandes industrias de comunicación y redes sociales que conducen y alteran el voto electoral, creó la base de lo que entendemos como Posdemocracia.

Pero, sobre todo, cabe recalcar que la Posdemocracia tiene que ver con el acceso de las élites empresariales, financieras y mediáticas a la administración de la política. Casos como el de Sebastián Piñera en Chile, Enrique Peña Nieto en México, Silvio Berlusconi en Italia, Mauricio Macri en Argentina, Nayib Bukele en El Salvador, y Guillermo Lasso en Ecuador, así como ministros, legisladores y demás funcionarios públicos jerárquicos superiores provenientes de una determinada élite económica.

Esto resulta en extremo curioso si se tiene en cuenta que la democracia, en su acepción más clásica, no se opone solo a la tiranía, sino también a la oligarquía, y en este caso particular a una oligarquía capitalista, es decir a un grupo de élites corporativas o financieras, que no por sus capacidades o cualidades, sino por sus conexiones e influencia económica, llegaron a puestos de poder, a costa o gracias al voto popular.

Hasta aquí, uno pensaría que se busca a toda costa excluir a estas élites de su participación política, o que la postura de quien escribe este artículo es radical-comunista, pero nada más lejano a la realidad. El fin primordial del término Posdemocracia y de este pequeño ensayo, es evidenciar que la política, los bienes y el servicio público, no pueden estar en control absoluto de estas élites, sino que debe existir una necesaria regulación estatal a las tentativas privadas de maximizar sus privilegios y sus ganancias a costa de lo público.

Asimismo, resulta primordial tender puentes desde lo público para con los capitales privados, no subyugándose a ellos, sino generando acuerdos necesarios para impulsar la innovación y la tecnificación de bienes y servicios, así como también estableciendo una adecuada diversificación de la competencia al interior de un mercado que requiere ser regulado, evitando los monopolios y los oligopolios que hoy en día impactan directamente a los mercados nacionales de un mundo cada vez más globalizado, con lo cual no solo se mejorarán las capacidades de empleabilidad de la población y de bienes y servicios a disposición, sino que también se dinamizará la actividad de pequeños y medianos empresarios, que de otra forma no podrían ser competencia para grandes industrias, dentro de una economía totalmente desregulada.

El caso ecuatoriano:

Desde que Guillermo Lasso ganó las elecciones presidenciales en abril de 2021, nos encontramos en medio de un contexto Postdemocrático que se profundizó en el gobierno de Moreno y se agudizó con la ascensión del magnate financiero al poder. Claro que para que esto sucediera, existieron motivos previos que propiciaron este resultado electoral.

Uno de ellos, y tal vez el más importante, es la marcada crisis de legitimidad que atravesó, y aún atraviesa el país, desde hace más de una década. La falta de confianza en la política como profesión, así como en los políticos como servidores públicos, dejó un vacío de poder que se fue ensanchado con el paso de los años, permitiendo que cada vez la apatía ciudadana, seguida de un escaso debate público encasillado en rivalidades ideológicas, opacaran drásticamente el interés general por cuestiones políticas. Una clara muestra de lo dicho, es el alarmante 16,26% de votos nulos y el 17,38% de ausentismos, en la segunda vuelta electoral de 2021.

Conjuntamente a la crisis de legitimidad, se encuentra la crisis de los partidos políticos, lo que, además de representar un síntoma permanente de la Posdemocracia, constituye uno de los problemas más grandes por los cuales atraviesa el Ecuador, esto porque al ser los partidos políticos el canal o el medio de representación de la sociedad, han fallado en más de una ocasión en responder a las demandas ciudadanas, y no solo eso, sino que muchos de ellos, al perder a su base de apoyo popular, o su “nicho” de votantes, han optado por traicionar sus propios preceptos fundacionales, pactando con el gobierno de turno (sea cual sea su tendencia), y en pro de su propia supervivencia. Asimismo, muchos de los partidos políticos que se han quedado con escasas bases electorales, y por ende sin financiación por parte de su militancia, se han visto en la tarea de captar y aceptar recursos externos de élites empresariales o financieras, a cambio de ceder parte de su influencia política y puestos de poder.

En consecuencia, no es de extrañarse que la Izquierda Democrática (ID) y Pachakutik (PK), así como otras facciones menores autoproclamadas social-demócratas o de izquierda, hayan pactado con gobiernos de derecha. Un claro ejemplo de lo dicho fue la aprobación de la “Ley Humanitaria” impulsada por Lenin Moreno en 2020, el apoyo a la Reforma Tributaria de Lasso de 2021, así como el reparto de las presidencias y vicepresidencias de las comisiones al interior de la Asamblea Nacional, muchas de ellas, o al menos las más relevantes, a manos de la ID, PK, CREO, e independientes afines al gobierno.

Ahora bien, la Posdemocracia necesita un medio de difusión, una herramienta que permita su mantenimiento y el de las élites que la sustentan en puestos de poder. En el Ecuador, esto se ve reflejado en medios tradicionales como no tradicionales, canales televisivos como Teleamazonas y Ecuavisa, medios radiales como Radio Visión o Radio Centro, y medios impresos como El Comercio o El Universo; todos ellos han demostrado, en más de una ocasión, una retórica a fin a los grupos empresariales y financieros, y un desmérito total al servicio público o a la “cosa” pública, por lo general bajo el argumento de insuficiente, ineficiente y mal administrado. De manera análoga, los medios alternativos digitales, algunos como La Posta o Visionarias EC, van por la misma línea.

Lo curioso de los expuesto, es que son estas corporaciones comunicacionales las que se valen del Estado para posicionar a miembros de su grupo de influencia, así, María Teresa Pérez, propietaria del diario El Universo, fue designada como Cónsul de Ecuador en Miami, Christian Oquendo, hijo de Diego Oquendo, propietario de Radio Visión, fue designado como primer secretario del país en UNESCO y, Sebastián Corral, ex gerente de Teleamazonas, fue nombrado Embajador en Portugal.

Claro que, tal como diría Foucault, “donde hay poder, hay resistencia”, en los últimos años, a pesar del embate neoliberal, han surgido un sinnúmero de medios alternativos que han democratizado el debate público, permitiendo que nuevos actores y nuevas voces puedan contrarrestar la retórica anti-Estado. Entre ellos se pueden rescatar Hoja de Ruta, Radio la Calle, Voces, entre otras. Obviamente, en contextos postdemocráticos, dominados por las élites financieras y corporativas, estas iniciativas populares autofinanciadas son marginalizadas y hasta perseguidas por el poder central.

Bajo el precepto de prevalencia de lo privado sobre lo público, también se ha visto una atomización del Estado y un descuido total de los bienes comunes y ciudadanos, este aspecto fundamental de la Posdemocracia, pasa por la privatización o concesión, el achicamiento del Estado, y la consecuente subcontratación de firmas o empresas privadas para brindar los mismos servicios que entidades públicas antes de su desaparición. Por lo general, el Estado ya bastante desmantelado, contrata servicios de consultoría privada, o de prestación de servicios, los cuales se acumulan en cadenas de influencia, en las que los relacionistas públicos o lobistas de cada corporación cabildean con el gobierno o con los partidos políticos con representación legislativa o gubernamental, para ganar jugosas concesiones y contratos que serán financiados por el gobierno de turno.

En el plano internacional, la situación es más preocupante aún, puesto que las firmas globales se convierten en instituciones quasi políticas, pues inciden en el devenir de los países y de sus ciudadanos, e imponen sus normas y requisitos para invertir en los mismos. Obligando a una competencia malsana entre naciones, que incluye la precarización laboral, beneficios impositivos para empresas, transferencia de capacidades públicas al capital privado, entre otras. Todo esto bajo el lema de los beneficios de la “inversión extranjera, en pro de la eficiencia del mercado”.

 

¿Qué hacemos entonces?  

Dado que el problema es sistémico, pues la degradación de la democracia en Posdemocracia deviene del cambio radical del trabajo de la era industrial a la postindustrial (pasamos de una clase obrera que trabajaba con la materia, a una que trabaja con nuevas tecnologías y proporciona análisis de datos desde su ordenador), las críticas al Keynesianismo, Neo-Keynesianismo y al Estado de Bienestar,  atravesado por la tecnificación de la pugna electoral, el surgimiento de las encuestas de opinión, el ascenso de élites comunicacionales, corporativas y financieras por sobre la soberanía del Estado, la manipulación de preferencias electorales por medio de las redes sociales, el auge de la posverdad, y la  cultura del coaching empresarial que llegó a entrometerse en la vida personal de cada uno de nosotros, convirtiéndonos en formas de vida en extremo motivadas, pero carentes de la capacidad necesaria para afrontar la negatividad, ocasionando y agravando problemas inherentes al estrés, ansiedad y el burn out.

La solución, aunque un poco utópica, dada la realidad en el que nos encontramos, tiene que ver con aumentar las capacidades organizativas y asociativas, aglutinarse en pro de causas y no de ciertas ideologías que, más que bien, estancan el debate político, pero sobre todo, así como existió una separación entre el Estado y la Iglesia, o entre el Estado y la Institución castrense, debe existir una separación entre el mundo de las grandes firmas comerciales y financieras del de la política, por una simple cuestión, el capital privado tiene como fin aumentar sus réditos comerciales individuales, mientras que lo público, tienen a bien encargarse del bienestar de la mayoría, del “interés superior”. Así, y solo así, puede vislumbrar que lo público no puede tratarse jamás solo del manejo “eficiente” de los recursos para aumentar los réditos privados, sino de la correcta redistribución de la riqueza para disminuir las desigualdades sociales y propiciar una mayor ascensión social.

Para esto, la izquierda del país necesita repensarse y oxigenarse, limar asperezas y juntarse en un gran frente de defensa nacional. Y aunque, ninguna de las facciones de esta tendencia, incluyendo al Correísmo y a la CONAIE (más que a Pachakutik), han logrado responder adecuadamente a las demandas populares, y si lo han conseguido, ha sido por un periodo muy corto de tiempo; la creación de un gran frente de lucha, tomando como referencia las causas populares, podría resultar en una fuerza abrazadora contra el enemigo común personificado en el neoliberalismo presente en el gobierno de Guillermo Lasso.

Para que esto pueda suceder, se necesita, en primera instancia, desmantelar la rigidez del actual Movimiento Revolución Ciudadana, quienes no solo que han mantenido un modelo del que está ausente la ascensión del militante, sino que llegan a posicionar a  los mismos cuadros en los mismos puestos por demasiado tiempo, convirtiéndose en una organización elitista, siguiendo paso a paso la “Ley de Hierro de la Oligarquía”, como lo llamaría Michels, en la cual no existe un cambio de mando generacional, y las decisiones se toman en torno a un único eje de liderazgo, quienes además de llevar ya varios años en la dirigencia del partido, no admiten que otros cuadros puedan remplazarlos o emerger sin que exista cierto control sobre ellos. Esto último los aleja drástica y dramáticamente de un nicho electoral joven y mayoritario, pues han pasado de ser la “nueva política revolucionaria de antaño” a la “vieja política de la actualidad”, acrecentando la crisis de legitimidad y contribuyendo a la erosión de su propia organización política.

En segunda instancia, la CONAIE, como uno de las organizaciones más importantes del movimiento indígena, debe tomar acciones reales y a largo plazo sobre Pachakutik, su brazo ejecutor-político, ya que estos últimos actuaron en más de una ocasión en contra de las luchas populares defendidas por la CONAIE, causando una incongruencia entre el proceder del movimiento indígena como bloque legislativo y la lucha por las grandes mayorías que la Confederación de Nacionalidades dice abanderar.

Hasta hace poco, ni la CONAIE, ni la RC, pudieron articular y consolidar un gran acuerdo nacional, sus posturas divergentes, las viejas disputas, y el personalismo gerencial de ambas instituciones partidistas destruyó cualquier posibilidad de acuerdo nacional. Sin embargo, la situación del Ecuador es otra a la de 2017, cuando Moreno fue posesionado como presidente, hoy tenemos al capital financiero en todo su esplendor en el poder, y con él la destrucción asegurada de lo común a todos los ciudadanos. Lo vimos en la Argentina de Macri, en la Colombia de Duque, en el Brasil de Bolsonaro, y en la Bolivia de Áñez.

Sin la construcción de una gran frente de defensa ciudadano, todo lo dicho podría obligar a ambas organizaciones, así como a otras tantas, a convertirse en una más de las entidades partidistas postdemocráticas, necesitadas de firmas corporativas o financieras para subvencionar sus fondos de campaña, o aún peor, estos partidos podrían llegar a pactar con el gobierno de turno de lleno, sin el mínimo decoro, tan solo por mantenerse vivos en el escenario electoral, convirtiéndose, en lo que llamamos los politólogos, “Partidos Cartel”, ocasionando un quebrantamiento total de su ya escasa base política, así como de su legitimidad, y de su tan defendida postura de oposición frente al gobierno del neoliberal G. Lasso. Lo más grave de todo, es que cualquier sueño de representación política popular se agotaría, al menos momentáneamente, hasta que la crisis de legitimidad convierta al hartazgo en una voz de lucha abrazadora contra el laissez faire.

 

[1] Internacionalista y Politólogo por la Universidad Internacional del Ecuador, Magíster en Gobierno y Especialista en Teoría Política por la Universidad de Buenos Aires – Argentina.

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