Por: Hugo Ortiz

Licenciado en Ciencia Política y en Relaciones Internacionales por la Universidad Internacional, Ecuador. Actualmente, Maestrando en segundo año en la Universidad de Buenos Aires, Argentina.

A diario se define y re-define la materialidad económica de los países latinoamericanos; en medio de este devenir vertiginoso, atiborrado de protestas que se intensifican a diario, y voces que resuenan cada día más alto, el fantasma de un pasado gris vuelve a irrumpir en nuestras realidades.

El 8 de mayo de 2018 reapareció en Argentina bajo el gobierno de Mauricio Macri, el FMI volvió a posicionarse como una entidad de crédito viable por el Estado Nacional. El primer acercamiento fue una visita por parte del Director Gerente de la entidad crediticia supranacional a la Casa Rosada, meses después ya se había firmado un acuerdo que ascendía 57.100 millones de dólares, provocando una crisis cambiara que llevó a la devaluación de la moneda en más del 50% de su valor en 2018, la pérdida de más de 10.000 millones de las reservas nacionales, y un alza en las cifras de desempleo y de pobreza extrema.

Un dato interesante sobre la intromisión de la entidad financiera internacional en la Argentina de Macri fue la presencia de un discurso renovador, el cual mostraba al Fondo como un “nuevo FMI”, misma sentencia que se utilizó en la Grecia de 2010 y que tiempo después provocó caídas en el valor real del salario, migración de trabajadores jóvenes en búsqueda de nuevas oportunidades laborales, y ancianos sin ningún tipo de protección social.

Entrados en el 2019, el Fondo Monetario Internacional volvió a aparecer en Ecuador con un nuevo acuerdo por 4200 millones de dólares; No obstante, en marzo de ese mismo año el Presidente Lenin Moreno anunciaba la firma del convenio por 10 mil 200 millones de dólares, de los cuales 4200 millones provendrían del FMI y 6 mil millones de otras entidades de crédito multilaterales, como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, y el fondo de Reserva Latinoamericano[1].

[1]El endeudamiento del Ecuador con el FMI no es nuevo. El Ecuador ya había acudido al FMI por financiamiento bajo el gobierno de Camilo Ponce Enríquez en 1957, posteriormente, el tercer Gobierno de Velasco Ibarra concertaría un acuerdo con la entidad financiera en 1961, y entre 1983 y 2003 se firmarían 16 cartas de intención con el FMI, la última de ellas bajo el mandato de Lucio Gutiérrez.

Si bien es cierto el FMI se ha encontrado presente a lo largo del último siglo en la realidad ecuatoriana la pregunta que queda por hacernos es: ¿se pueden esperar resultados favorables de ésta ayuda financiera?

Las entidades financieras internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, surgidas de los acuerdos de Bretton Woods, se ha especializado en brindar soporte financiero a varios de los países del globo mediante un recetario que en ocasiones pasa de sugerente a obligatorio, esto último se entiende mejor cuando se descifra que éstas medidas están diseñadas para compeler a los países a pagar sus obligaciones a la entidad acreedora.

Por lo general estas sugerencias obligatorias son políticas de libre mercado modificadas para el funcionamiento en una economía transnacional, desvinculadas de los problemas reales del país prestatario, redactadas en forma de cartas de intención que tienden a:

  • Reducir los gastos fiscales por medio de la eliminación de subsidios, provocando una suba en los precios de los servicios básicos, combustibles, transporte, entre otros.
  • Privatización de empresas públicas, las mismas que pasan a ser administradas por capitales privados.
  • Reducción de los servidores públicos, pues la intención es reducir el tamaño del Estado, causando una oleada de despidos masivos y por ende desempleo.
  • Reducción de la inversión pública, afectando considerablemente a los sectores sociales y a la inversión social, puesto que éste es el rubro más vulnerable.
  • Privatización de la seguridad social.
  • En ocasiones se equiparán los salarios públicos a los del sector privado, reduciendo significativamente los sueldos del trabajador público.
  • Devaluación de la moneda y propensión a establecer un tipo de cambio único (no afecta a los países dolarizados).
  • Ampliación de la recaudación tributaria de forma regresiva, con lo cual se cobra una mayor cantidad de impuestos a los pobres que a los ricos.
  • Liberalización de la economía, mediante la promoción de la apertura comercial, la liberalización de los sistemas financieros y una mayor flexibilización laboral, lo que a su vez genera tercerización, subempleo, y precarización laboral.

Este cóctel de medidas económicas, para nada favorables a una realidad como la ecuatoriana, se prepara en medio de un mutismo azuzado por los medios de comunicación tradicionales y los canales de comunicación de los gobiernos que pactaron con el FMI. El discurso predominante que discurre por las calles en estos periodos de shock es “No más Estado”; “El Estado no funciona”; “El Estado es peligroso” pero, ¿en verdad el Estado no cumple ninguna función? ¿es realmente necesario dejarlo todo en manos del mercado?

Para responder a éstas pregunta situemos nuestras interrogantes en un contexto de economías mixtas, las cuales, según el premio nobel de economía Joseph Stiglitz (1992), se definen  como aquellas que dinamizan tanto las actividades económicas privadas como las públicas, y en las cuales la influencia del Estado[2] se hace presente por medio de reglamentaciones, impuestos y subvenciones. Explicado de forma breve, el componente central de las economías mixtas es la intervención estatal frente a un sistema capitalista global, generando así cierto balance entre el Mercado y el Estado[3]

[2] El rol activo del Estado en la economía, tiene mayor receptividad después de la Gran Depresión estadounidense, en mayor parte por la aprobación de medidas destinadas a reducir los efectos adversos de la Depresión, inaugurando programas de seguridad social, los fondos de garantía de depósitos, programas de subsidio para el desempleo, entre otros; Estas medidas promovidas por el Estado se conocieron con el nombre de New Deal, y más tarde propiciaron el aparecimiento de otros programas, tales como la asistencia médica para sectores empobrecidos, programas para facilitar alimentos, programas de rehabilitación de viviendas y programas de rehabilitación de viviendas (Stiglitz, 1992).

[3] Este incentivo para la intervención estatal en las economías occidentales, emerge como consecuencia de la Gran Depresión estadounidense de 1929, la misma que aumentó la tasa de desempleo en un 25% y redujo en un tercio el PIB nacional. A partir de éste momento se concluyó que los mercados habían fallado y se direccionaron las demandas hacia la intervención estatal. Entre los intelectuales que dieron voz a éstas peticiones se encontraba el John Maynard Keynes, quien sugirió que solo la intervención estatal podría hacer frente a las depresiones económicas y a las fallas de mercado (Stiglitz, 1992).

De tal forma que el Estado debería cumplir con tres funciones esenciales: 1) La función de estabilización, que tiene que ver con la creación de las reglas de juego de la economía para mantener un nivel de pleno empleo y precios estables; 2) La función de asignación, que va de la mano con la de estabilización, y presupone que es el Estado el que debe intervenir en la asignación de recursos de forma directa en lo que respecta a bienes públicos como los de defensa y de educación, y de forma indirecta en lo concerniente a la intervención en cuestiones impositivas y subvenciones.

Es decir que, cuando el mercado no pueda asignar recursos, es el Estado el que debe asegurar la asignación para solventar las necesidades básicas del individuo; 3) La última función, denominada como distributiva, es la que se encuentra direccionada hacia el reparto de los bienes producidos entre todos los miembros de la sociedad, de manera equitativa y eficiente.

De modo que, si la intervención Estatal[4] tiene su razón de ser y tiene un funcionamiento bastante importante en las economías nacionales ¿Por qué dejarlo todo al mercado?, la respuesta tal vez se encuentre en la vieja disputa entre los fallos de mercado y las fallas de Estado.

[4] Para Musgrave (1992), la intervención estatal depende del manejo económico en términos de eficiencia y la equidad; la primera de ellas se refiere a la equivalencia presente en el uso o distribución de recursos, sin perjudicar ni beneficiar al otro, intentando llegar a un óptimo deseable (óptimo de Pareto); el segundo criterio, tiene a su cargo la asignación eficiente de recursos de acuerdo a patrones de justicia social.

Por un lado aquellos que apelan por los fallos de mercado aducen que el mercado es incapaz de llegar a consensos, ocasionando una distribución inequitativa de bienes y servicios, causando inconvenientes como: explotación de los trabajadores,  falta de control en la calidad de bienes y servicios, la deficiente asignación de bienes públicos, además de externalidades o daños colaterales, tales como la contaminación ambiental (Musgrave, 1992).

Por otro lado, quienes defienden a los Fallos de Estado sostienen que es el Estado el que no cuenta con la suficiente pericia técnica, o simplemente es incapaz de distribuir equitativamente los bienes y servicios[5], por lo cual se debería dejar todo a manos del mercado, pues este se autorregula (Stiglitz, 1992). Consideración última que ha ganado gran popularidad en Latinoamérica en la última década, sobre todo con el resurgimiento de la Escuela Austriaca y con el hartazgo de todo lo que huela a socialismo, marxismo, comunismo latinoamericano, obviamente sin olvidarnos de Venezuela y Cuba, dejando por fuera a Argentina y Brasil de todo debate posible.

[5] Se señalan cuatro puntos en los cuales el Estado es incapaz de intervenir: 1) Información limitada a la hora de prever las consecuencias de políticas públicas implementadas; 2) El control limitado a las intervenciones de las empresas privadas; 3) El control limitado sobre la burocracia, lo cual puede afectar a la ejecución de políticas públicas, por ejemplo la demora de reglamentos para la ejecución de alguna política pública llevado a cabo por parte de un determinado organismo estatal; 4) Las limitaciones impuestas por los procesos políticos, es decir las dificultades que se presentan en la toma de decisiones desde los puestos directivos hasta el electorado (Stiglitz, 1992).

Hasta aquí las dos posturas encontradas, y hasta aquí llega el debate sobre si es mejor la intervención Estatal o el libre Mercado, pues al momento el Ecuador firmó un acuerdo con el FMI, y con ello ya lo hemos decidido todo, apostamos por el mercado, por la grieta entre el rico y el pobre, y claro, la espiral del silencio en la que se sumió la sociedad civil ecuatoriana fue una clara aceptación, mero desconocimiento, o voces acalladas por la represión Estatal.

Recuerdan el fantasma que nos acechó en los noventas, si, el que causó que miles de familias se rompan, ancianos muertos de hambre y ahorros invisibles, pues se encuentra en nuestra sala, el FMI fue quien lo invitó y se llama neo-liberalismo ¿qué queda por hacer?, es bastante simple, hay que combatirlo, y no como un asunto de izquierdas o derechas, sino como un asunto de supervivencia.

Bibliografía:

Musgrave, R. y. (1992). Hacienda Pública. Teórica y Aplicada, . Madrid: McGraw Hill, Quinta edición. .

Stiglitz, J. (1992). La Economía del Sector Público. Barcelona: Antoni Bosch Editores.

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